Publicado por
Lautaro.
domingo, 27 de junio de 2010
[...]

 Pero si es así me pregunto qué estás haciendo en esta cama              que habías decidido abandonar por la otra más vasta y más              huyente. Ahora resulta que duermes, que de cuando en cuando mueves una pierna              que va cambiando el dibujo de la sábana, pareces enojada por alguna cosa,              no demasiado enojada, es como un cansancio amargo, tus labios esbozan una mueca              de desprecio, dejan escapar el aire entrecortadamente, lo recogen a bocanadas              breves, y creo que si no estaría tan exasperado por tus falsas amenazas              admitiría que eres otra vez hermosa, como si el sueño te devolviera              un poco de mi lado donde el deseo es posible y hasta reconciliación o              nuevo plazo, algo menos turbio que este amanecer donde empiezan a rodar los              primeros carros y los gallos abominablemente desnudan su horrenda servidumbre.              No sé, ya ni siquiera tiene sentido preguntar otra vez si en algún              momento te habías ido, si eras tú la que golpeó la puerta              al salir en el instante mismo en que yo resbalaba al olvido, y a lo mejor es              por eso que prefiero tocarte, no porque dude de que estés ahí,              probablemente en ningún momento te fuiste del cuarto, quizá un              golpe de viento cerró la puerta, soñé que te habías              ido mientras tú, creyéndome despierto, me gritabas tu amenaza              desde los pies de la cama. No es por eso que te toco, en la penumbra verde del              amanecer es casi dulce pasar una mano por ese hombro que se estremece y me rechaza.              La sábana te cubre a medias, mis manos empiezan a bajar por el terso              dibujo de tu garganta, inclinándome respiro tu aliento que huele a noche              y a jarabe, no sé cómo mis brazos te han enlazado, oigo una queja              mientras arqueas la cintura negándote, pero los dos conocemos demasiado              ese juego para creer en él, es preciso que me abandones la boca que jadea              palabras sueltas, de nada sirve que tu cuerpo amodorrado y vencido luche por              evadirse, somos a tal punto una misma cosa en ese enredo de ovillo donde la              lana blanca y la lana negra luchan como arañas en un bocal. De la sábana              que apenas te cubría alcanzo a entrever la ráfaga instantánea              que surca el aire para perderse en la sombra y ahora estamos desnudos, el amanecer              nos envuelve y reconcilia en una sola materia temblorosa, pero te obstinas en              luchar, encogiéndote, lanzando los brazos por sobre mi cabeza, abriendo              como en un relámpago los muslos para volver a cerrar sus tenazas monstruosas              que quisieran separarme de mí mismo. Tengo que dominarte lentamente (y              eso, lo sabes, lo he hecho siempre con una gracia ceremonial), sin hacerte daño              voy doblando los juncos de tus brazos, me ciño a tu placer de manos crispadas,              de ojos enormemente abiertos, ahora tu ritmo al fin se ahonda en movimientos              lentos de muaré, de profundas burbujas ascendiendo hasta mi cara, vagamente              acaricio tu pelo derramado en la almohada, en la penumbra verde miro con sorpresa              mi mano que chorrea, y antes de resbalar a tu lado sé que acaban de sacarte              del agua, demasiado tarde, naturalmente, y que yaces sobre las piedras del muelle              rodeada de zapatos y de voces, desnuda boca arriba con tu pelo empapado y tus            ojos abiertos.
de Final de Juego, Julio Cortázar 
 
 
0 comentarios:
Publicar un comentario