Lucas, sus soliloquios.

Che, ya está bien que tus hermanos me hayan escorchado hasta nomáspoder, pero ahora que yo te estaba esperando con tantas ganas de salir a caminar, llegás hecho una sopa y con esa cara entre plomo y paraguas dado vuelta que ya te conocí tantas veces. Así no es posible entenderse, te das cuenta. ¿Qué clase de paseo va a ser éste si me basta mirarte para saber que con vos me voy a empapar el alma, que se me va a meter el agua por el pescuezo y que los cafés olerán a humedad, y casi seguro habrá una mosca en el vaso de vino?

Parecería que darte cita no sirve de nada, y eso que la preparé tan despacio, primero arrinconando a tus hermanos, que como siempre hacen lo posible por hartarme, irme sacando las ganas de que vengas vos a traerme un poco de aire fresco, un rato de esquinas asoleadas y parques con chicos y trompos. De a uno, sin contemplaciones, los fui ignorando para que no pudieran cargarme la romana como es su estilo, abusar del teléfono, de las cartas urgentes, de esa manera que tienen de aparecerse a las ocho de la mañana y plantarse para toda la siega. Nunca fui grosero con ellos, hasta me comedí a tratarlos con gentileza, simplemente haciéndome el que no me daba cuenta de sus presiones, de la extorsión permanente que me infligen desde todos los ángulos, como si te tuvieran envidia, quisieran menoscabarte por adelantado para quitarme el deseo de verte llegar, de salir con vos. Ya sabemos, la familia, pero ahora ocurre que en vez de estar de mi lado contra ellos, vos también te les plegás sin darme tiempo a nada, ni siquiera a resignarme y contemporizar, te aparecés así, chorreando agua, un agua gris de tormenta y de frío, una negación aplastante de lo que yo tanto había esperado mientras me sacaba poco a poco de encima a tus hermanos y trataba de guardar fuerzas y alegría, de tener los bolsillos llenos de monedas, de planear itinerarios, papas fritas en ese restaurante bajo los árboles donde es tan lindo almorzar entre pájaros y chicas y el viejo Clemente que recomienda el mejor provolone y a veces toca el acordeón y canta.

Perdoname si te bato que sos un asco, ahora tengo que convencerme de que eso está en la familia, que no sos diferente aunque siempre te esperé como la excepción, ese momento en que todo lo abrumador se detiene para que entre lo liviano, la espuma de la charla y la vuelta de las esquinas; ya ves, resulta todavía peor, te aparecés como el reverso de mi esperanza, cínicamente me golpeás la ventana y te quedás ahí esperando a que yo me ponga galochas, a que saque la gabardina y el paraguas. Sos el cómplice de los otros, yo que tantas veces te supe diferente y te quise por eso, ya van tres o cuatro veces que me hacés lo mismo, de qué me va a servir que cada tanto respondas a mi deseo si al final es esto, verte ahí con las crenchas en los ojos, los dedos chorreando un agua gris, mirándome sin hablar. Casi mejor tus hermanos, finalmente, por lo menos luchar contra ellos me hace pasar el tiempo, todo va mejor cuando se defiende la libertad y la esperanza; pero vos, vos no me das más que este vacío de quedarme en casa, de saber que todo rezuma hostilidad, que la noche vendrá como un tren atrasado en un andén lleno de viento, que sólo llegará después de muchos mates, de muchos informativos, con tu hermano lunes esperando detrás de la puerta la hora en que el despertador me va a poner de nuevo cara a cara con él que es el peor, pegado a vos, pero vos ya de nuevo tan lejos de él, detrás del martes y el miércoles y etcétera. 




Julio Cortázar.

Cambalache.

Que el mundo fue y será una porquería
ya lo sé...
(¡En el quinientos seis
y en el dos mil también!).
Que siempre ha habido chorros,
maquiavelos y estafaos,
contentos y amargaos,
valores y dublé...
Pero que el siglo veinte
es un despliegue
de maldá insolente,
ya no hay quien lo niegue.
Vivimos revolcaos
en un merengue
y en un mismo lodo
todos manoseaos...


¡Hoy resulta que es lo mismo
ser derecho que traidor!...
¡Ignorante, sabio o chorro,
generoso o estafador!
¡Todo es igual!
¡Nada es mejor!
¡Lo mismo un burro
que un gran profesor!

No hay aplazaos
ni escalafón,
los inmorales
nos han igualao.

Si uno vive en la impostura
y otro roba en su ambición,
¡da lo mismo que sea cura,
colchonero, rey de bastos,
caradura o polizón!...

¡Qué falta de respeto, qué atropello
a la razón!

¡Cualquiera es un señor!
¡Cualquiera es un ladrón!
Mezclao con Stavisky va Don Bosco
y "La Mignón",
Don Chicho y Napoleón,
Carnera y San Martín...
Igual que en la vidriera irrespetuosa
de los cambalaches
se ha mezclao la vida,
y herida por un sable sin remaches
ves llorar la Biblia
contra un calefón...


¡Siglo veinte, cambalache
problemático y febril!...
El que no llora no mama
y el que no afana es un gil!
¡Dale nomás!
¡Dale que va!
¡Que allá en el horno
nos vamo a encontrar!

¡No pienses más,
sentate a un lao,
que a nadie importa
si naciste honrao!

Es lo mismo el que labura
noche y día como un buey,
que el que vive de los otros,
que el que mata, que el que cura
o está fuera de la ley...




Enrique Santos Discepolo

Última noción de Laura

Usted martín santomé no sabe
cómo querría tener yo ahora
todo el tiempo del mundo para quererlo
pero no voy a convocarlo junto a mí
ya que aún en el caso de que no estuviera
todavía muriéndome
entonces moriría
sólo de aproximarme a su tristeza.

Usted martín santomé no sabe
cuánto he luchado por seguir viviendo

cómo he querido vivir para vivirlo
porque me estoy muriendo santomé

usted claro no sabe
ya que nunca lo he dicho
ni siquiera
en esas noches en que usted me descubre
con sus manos incrédulas y libres

usted no sabe cómo yo valoro
su sencillo coraje de quererme


usted martín santomé no sabe
y sé que no lo sabe
porque he visto sus ojos
despejando
la incógnita del miedo

no sabe que no es viejo
que no podría serlo
en todo caso allá usted con sus años
yo estoy segura de quererlo así.

usted martín santomé no sabe
qué bien, que lindo dice 
avellaneda
de algún modo ha inventado
mi nombre con su amor


usted es la respuesta que yo esperaba
a una pregunta que nunca he formulado

usted es mi hombre
y yo la que abandono
usted es mi hombre
y yo la que flaqueo

usted Martín Santomé no sabe
al menos no lo sabe en esta espera
qué triste es ver cerrarse la alegría
sin previo aviso
de un brutal portazo

es raropero siento
que me voy alejando

de usted y de mí
que estábamos tan cerca
de mí y de usted

quizá porque vivir es eso
es estar cercay yo me estoy muriendo 
santomé
no sabe usted
qué oscura
qué lejos
qué callada
usted
martín
martín cómo era
los nombres se me caen
yo misma me estoy cayendo

usted de todos modos
no sabe ni imagina
qué sola va a quedar
mi muerte

sin
su

vi
da.





Mario Benedetti

de Espantapájaros. Poema 13.

Hay días en que yo no soy más que una patada, únicamente una patada. ¿Pasa una motocicleta? ¡Gol!... en la ventana de un quinto piso. ¿Se detiene una calva?... Allá va por el aire hasta ensartarse en algún pararrayos. ¿Un automóvil frena al llegar a una esquina? Instalado de una sola patada en alguna buhardilla.
¡Al traste con los frascos de las farmacias, con los artefactos de luz eléctrica, con los números de las puertas de calle!
Cuando comienzo a dar patadas, es inútil que quiera contenerme. Necesito derrumbar las cornisas, los mingitorios, los tranvías. Necesito entrar —¡a patadas!— en los escaparates y sacar ¡a patadas!— todos los maniquíes a la calle. No logro tranquilizarme, estar contento, hasta que, no destruyo las obras de salubridad, los edificios públicos. Nada me satisface tanto como hacer estallar, de una patada, los gasómetros y los arcos voltaicos. Preferiría morir antes que renunciar a que los faroles describan una trayectoria de cohete y caigan, patas arriba, entre los brazos de los árboles.
A patadas con el cuerpo de bomberos, con las flores artificiales, con el bicarbonato. A patadas con los depósitos de agua, con las mujeres preñadas, con los tubos de ensayo.
Familias disueltas de una sola patada; cooperativas de consumo, fábricas de calzado; gente que no ha podido asegurarse, que ni siquiera tuvo tiempo de cambiarle el agua a las aceitunas... a los pececillos de color...


Oliverio Girondo.

Introducción al Manual de Instrucciones


La tarea de ablandar el ladrillo todos los días, la tarea de abrise paso en la masa pegajosa que se proclama mundo, cada mañana toparse con el paralepípedo de nombre repugnante, con la satisfacción perruna de que todo esté en su sitio, la misma mujer al lado, los mismos zapatos, el mismo sabor de la misma pasta dentífrica, la misma tristeza de las casas de enfrente, del sucio tablero de ventanas de tiempo con su letrero «Hotel de Belguique». 

Meter la cabeza como un toro desganado contra la masa transparente en cuyo centro tomamos café con leche y abrimos el diario para saber lo que ocurrió en cualquiera de los rincones del ladrillo de cristal. Negarse a que el acto delicado de girar el picaporte, ese acto por el cual todo podría transformarse, se cumpla con la fría eficacia de un reflejo cotidiano. Hasta luego, querida. Que te vaya bien. 

Apretar una cucharita entre los dedos y sentir su latido de metal, su advertencia sospechosa. Cómo duele negar una cucharita, negar una puerta, negar todo lo que el hábito lame hasta darle suavidad satisfactoria. Tanto más simple aceptar la fácil solicitud de la cuchara, emplearla para remover el café. 

Y no que esté mal si las cosas nos encuentran otra vez cada día y son las mismas. Que a nuestro lado haya la misma mujer, el mismo reloj, y que la novela abierta sobre la mesa eche a andar otra vez en la bicicleta de nuestros anteojos, ¿por qué estaría mal? Pero como un toro triste hay que agachar la cabeza, del centro del ladrillo de cristal empujar hacia afuera, hacia lo otro tan cerca de nosotros, inasible como el picador tan cerca del toro. Castigarse los ojos mirando eso que anda por el cielo y acepta taimadamente su nombre de nube, su réplica catalogada en la memoria. No creas que el teléfono va a darte los números que buscas. ¿Por qué te los daría? Solamente vendrá lo que tienes preparado y resuelto, el triste reflejo de tu esperanza, ese mono que se rasca sobre una mesa y tiembla de frío. Rómpele la cabeza a ese mono, corre desde el centro de la pared y ábrete paso. ¡Oh, cómo cantan en el piso de arriba! Hay un piso de arriba en esta casa, con otras gentes. Hay un piso de arriba donde vive gente que no sospecha su piso de abajo, y estamos todos en el ladrillo de cristal. Y si de pronto una polilla se para al borde de un lápiz y late como un fuego ceniciento, mírala, yo la estoy mirando, estoy palpando su corazón pequeñísimo, y la oigo, esa polilla resuena en la pasta de cristal congelado, no todo está perdido. Cuando abra la puerta y me asome a la escalera, sabré que abajo empieza la calle; no el molde ya aceptado, no las casas ya sabidas, no el hotel de enfrente; la calle, la viva floresta donde cada instante puede arrojarse sobre mí como una magnolia, donde las caras van a nacer cuando las mire, cuando avance un poco más, cuando con los codos y las pestañas y las uñas me rompa minuciosamente contra la pasta del ladrillo de cristal, y juegue mi vida mientras avanzo paso a paso para ir a comprar el diario a la esquina.




Julio Cortázar.

Happy New Year

Mira, no pido mucho,

solamente tu mano, tenerla
como un sapito que duerme así contento.
Necesito esa puerta que me dabas
para entrar a tu mundo, ese trocito
de azúcar verde, de redondo alegre.
¿No me prestás tu mano en esta noche
de fìn de año de lechuzas roncas?
No puedes, por razones técnicas.
Entonces la tramo en el aire, urdiendo cada dedo,
el durazno sedoso de la palma
y el dorso, ese país de azules árboles.
Asì la tomo y la sostengo,
como si de ello dependiera
muchísimo del mundo,
la sucesión de las cuatro estaciones,
el canto de los gallos, el amor de los hombres.



Julio Cortázar.

Soliloquio de Hamlet.

¡Ser, o no ser, es la cuestión!  -¿Qué debe
más dignamente optar el alma noble
entre sufrir de la fortuna impía
el porfiador rigor, o rebelarse
contra un mar de desdichas
, y afrontándolo
desaparecer con ellas?

Morir, dormir, no despertar más nunca,
poder decir todo acabó; en un sueño
sepultar para siempre los doloresdel corazón, los mil y mil quebrantos
que heredó nuestra carne, ¡quién no ansiara
concluir así!

¡Morir... quedar dormidos...
Dormir...tal vez soñar!¡Ay! allí hay algo
que detiene al mejor. Cuando del mundo
no percibamos ni un rumor,
¡qué sueños
vendrán en ese sueño de la muerte!
Eso es, eso es lo que hace el infortunio
planta de larga vida. ¿Quién querría
sufrir del tiempo el implacable azote,

del fuerte la injusticia, del soberbio
el áspero desdén, las amarguras
del amor despreciado, las demoras
de la ley, del empleado la insolencia,
la hostilidad que los mezquinos juran
al mérito pacífico, pudiendo
de tanto mal librarse él mismo,
alzando
una punta de acero? ¿quién querría
seguir cargando en la cansada vida
su fardo abrumador?...

Pero hay espanto
¡allá del otro lado de la tumba!
La muerte, aquel país que todavía
está por descubrirse,

país de cuya lóbrega frontera
ningún viajero regresó, perturba
la voluntad, y a todos nos decide
a soportar los males que sabemos

más que ir a buscar los que ignoramos.
Así, ¡oh conciencia!, de todos nosotros 
haces unos cobardes, y la ardiente
resolución original decae

al pálido mirar del pensamiento.
Así también enérgicas empresas,
de trascendencia inmensa, a esa mirada
torcieron rumbo, y sin acción murieron.


William Shakespeare

Mi Pozo

La soledad es una paz oscura
una suerte de luto sin orgullo
una tranquila sumisión
un pozo
la soledad es uno mismo
sin compasión y con verguenza
pero también es una dulce
lengua
para hablar con los monstruos
de la noche

y quedarse como siempre
perplejo.

A veces
cuando el amor se ajena
o los amigos van quedando inmóviles
o el tacto y la conciencia recomponen
las averías de lo inefable

suelo ponerme mi soledad
y nadie
reconoce ese luto sin orgullo
ese decir lo mismo hasta el cansancio
esa tranquila sumisión


mi pozo.




Mario Benedetti.

Fragmentos Capítulo 20 - Rayuela

-No vuelvas -dijo la Maga.
-En fin, no exageremos -dijo Oliveira-. ¿Dónde querés que me vaya a dormir? una cosa son los nudos gordianos y otra el céfiro que sopla en la calle, debe haber cinco grados bajo cero.

-Va a ser mejor que no vuelvas, Horacio -dijo la Maga-. Ahora me resulta fácil decírtelo. Comprendé.

-En fin -dijo Oliveira-. Me parece que nos apuramos a congratularnos por nuestro savoir faire.

-Te tengo tanta lástima, Horacio.

-Ah, eso no. Despacito, ahí.

-Vos sabés que yo a veces veo. Veo tan claro. Pensar que hace una hora se me ocurrió que lo mejor era ir a tirarme al río.

-La desconocida del Sena... Pero si vos nadás como un cisne.

-Te tengo lástima -insistió la Maga-. Ahora me doy cuenta. La noche que nos encontramos detrás de Notre-Dame también vi que... Pero no lo quise creer. Llevabas una camisa azul tan preciosa. Fue la primera vez que fuimos juntos a un hotel, ¿verdad?

-No, pero es igual. Y vos me enseñaste a hablar en glíglico.

-Si te dijera que todo eso lo hice por lástima.

-Veamos -dijo Oliveira, mirándola sobresaltado.

-Esa noche vos corrías peligro. Se veía, era como una sirena a lo lejos... no se puede explicar.

-Mis peligros son sólo metafísicos -dijo Oliveira-. Créeme, a mí no me van a sacar del agua con ganchos. Reventaré de una oclusión intestinal, de la gripe asiática o de un Peugeot 403.



[...]
En el rellano gritaba la del tercer piso, borracha como siempre a esa hora. Oliveira miró vagamente hacia la puerta, pero la Maga lo apretó contra ella, se fue resbalando hasta ceñirle las rodillas, temblando y llorando.
-¿Por qué te afligís así? -dijo Oliveira-. Los ríos metafísicos no pasan por cualquier lado, no hay que ir muy lejos a encontrarlos. Mirá, nadie se habrá ahogado con tanto derecho como yo, monona. Te prometo una cosa: acordarme de vos a último momento para que sea todavía más amargo. Un verdadero folletín, con tapa en tres colores.
-No te vayas -murmuró la Maga, apretándole las piernas.

-Una vuelta por ahí, nomás.

-No, no te vayas.

-Dejáme. Sabés muy bien que voy a volver, por lo menos esta noche.


-Vamos juntos -dijo la Maga-. Ves, Rocamadour duerme, va a estar tranquilo hasta la hora del biberón. tenemos dos horas, vamos al café del barrio árabe, ese cafecito triste donde se está tan bien.

Pero Oliveira quería salir solo. Empezó a librar poco a poco las piernas del abrazo de la Maga. Le acariciaba el pelo, le pasó los dedos por el collar, la besó en la nuca, detrás de la oreja, oyéndola llorar con todo el pelo colgándole en la cara. -Chantajes no-, pensaba. -Lloremos cara a cara, pero no ese hipo barato que se aprende en el cine.- Le levantó la cara, la obligó a mirarlo.

-El canalla soy yo -dijo Oliveira-. Dejáme pagar a mí. Llorá por tu hijo, que a lo mejor se muere, pero no malgastes las lágrimas conmigo. Madre mía, desde los tiempos de Zola no se veía una escena semejante. Dejáme salir, por favor.


-¿Por qué? -dijo la Maga, sin moverse del suelo, mirándolo como un perro.

-¿Por qué que?

-¿Por qué?

-Ah, vos querés decir por qué todo esto. Andá a saber, yo creo que ni vos ni yo tenemos demasiado la culpa. No somos adultos, Lucía. Es un mérito pero se paga caro. Los chicos se tiran siempre de los pelos después de haber jugado. Debe ser algo así.
Habría que pensarlo.


Julio Cortázar.

Compañeros de Ruta