La Tregua.

Por esa falta de negativa estaba pagando un precio, y ese precio era la situacion incómoda, el momento desagradable, casí penoso, de verla callada frente a mí, un poco doblada en su saco oscuro, con una cara de estarle diciendo adiós a varias cosas. No me besó. Yo tampoco tomé la iniciativa. Su rostro estaba tenso, endurecido.
De pronto, sin previo aviso, pareció que se aflojaban todos sus resortes, como si hubiera renunciado a una máscara insoportable, y así como estaba, mirando hacia arriba, con la nuca apoyada en la puerta,      comenzó a llorar. Y no era el famoso llanto de felicidad. Era ese llanto que sobreviene cuando uno se siente opacamente desgraciado. Cuando alguien se siente brillantemente desgraciado, entonces sí vale la pena llorar con acompañamiento de temblores, convulsiones, y, sobre todo, con público. Pero, cuando además de desgraciado, uno se siente opaco, cuando no queda sitio para la rebeldía, el sacrificio o la heroicidad, entonces hay que llorar sin ruido, porque nadie puede ayudar y porque uno tiene conciencia de que eso pasa y al final se retoma el equilibrio, la normalidad. Así era el llanto de ella.


 Mario Benedetti.
(fragmento de La Tregua, capitulo: domingo 16 de junio.)

Compañeros de Ruta